lunes, 25 de abril de 2022

Verano 1993, de Carla Simón

 La infancia es el tema principal de esta película, que atesora una gran virtud; es capaz de reflejar cómo se siente un niño en su infancia desde la adultez, de manera que el adulto actual puede retrotraerse a los sentimientos y experiencias que tuvo en la niñez -aunque sean diferentes a las narradas- con el punto de vista de entonces. Para mí es algo muy notorio. Por ejemplo, me viene a la mente la escena de la despedida de la ciudad de Frida, en el coche, y cómo una niña se despide de ella desde la calle (para siempre). Es ineludible experimentar nostalgia. O cuando Frida confiesa a Ana que "nadie me quiere"; esa es una sensación, me parece, que todo niño ha sentido: ser injustamente tratado o valorado, sentirse solo, la justicia no es correspondida.

La ambigüedad conque se retrata a Frida y por extensión a la infancia (y Ana) es digna de destacar: no es un período idealizado sino que se muestran los claroscuros, las experiencias postivas y negativas, sentir que no perteneces a ese mundo, etc.

Otro gran acierto del film es cómo refleja el tiempo detenido que sucede en verano a los niños, con tantos días de vacaciones, que parece que no vaya a terminar -aunque después lo haga-. El niño con un tiempo infinito por vivir.

domingo, 10 de abril de 2022

Afrontar un nuevo día, cada día

 (Escrito en 2012)

¡Qué rabia da madrugar! Con lo bien que se encuentra uno en la camita, especialmente en un gélido día de invierno, cuando se está arropado con el edredón de plumas que no deja entrar en el nicho ni un asomo de frío y al mismo tiempo mantiene interno el calor desprendido por el cuerpo, más aún si se ha tenido sueños húmedos (aunque no se recuerden). Se despierta uno repentina, forzosamente, por el monótono pitido del despertador; da igual que se encuentre en mitad de un sueño celestial como en una aterradora pesadilla: cuando la alarma se enciende quiere decir que es hora de levantarse y volver al mundo “real” del que se es esclavo.

Hay cosas, formas, momentos, que ayudan a sobrellevar este abrupto y monótono sobresalto. Uno que practico frecuentemente es el de programar la señalización del comienzo de la etapa de vigilia con varios minutos de antelación a la hora prevista para salir del hogar, para así poder hacerme el remolón y tener la sensación de haber dormitado más de lo que me estaba permitido. Aprovecho esos diez, quince, veinte minutos en la frontera del mundo percibido por los sentidos, el consciente, y el mundo imaginado y creado exclusivamente por el cerebro, o inconsciente, para orientar mi cuerpo en posición fetal; y así tener reminiscencias de épocas de cuando ni tan siquiera era persona. De cuando era tan solo un vago proyecto de persona: por tener, no tenía diferenciado ni el sexo, es decir, en ese momento en que pudiera ser varón, hembra, ambos o ninguno al mismo tiempo. Me sumo a la teoría del escritor Henry Miller: la expulsión del ambiente confortable y único en el que nos encontramos en el útero de la mujer embarazada (la futura madre) causa un trauma al recién nacido que nunca podrá superar; en la vida venidera siempre echaremos de menos algo, probablemente no sepamos exactamente qué, a mí me parece que es ni más ni menos que el mundo ideal en el que nos alojamos durante meses que parecieron siglos, por lo placentero, por el sentido utópico de las sensaciones experimentadas que no recordamos con precisión ni claridad, pero intuimos de forma borrosa y difusa. El periodo que experimenta el ser humano (¿y el animal?) antes de la concepción nunca será elucidado en términos de sensaciones y sentimientos, permanece y permanecerá inexplicable. Y en cambio, estoy convencido que una vez fuera de ese espacio ideal, imperturbable, del que se disfruta cuando se es feto; nos sentimos en peligro, coaccionados por la circunstancias, devorados por la insuficiencia e impotencia ante un lugar y un tiempo que se nos escapa de cualquier razonamiento, planteamiento o acción.

La posición fetal, en estado semiinconsciente, me reconduce a un estado especial, mágico; que me otorga fuerzas para afrontar un nuevo día en esta maravillosa y al mismo tiempo puta vida. Los diez minutos que permanezco emulando a un gusano crean en mí la ilusión de la detención del tiempo: diez minutos que otorgan la sensación de haber disfrutado de una hora de reconfortante siesta; una “pequeña muerte” que prepara al cuerpo para activar el metabolismo y afrontar lo que depare el día con energía y ánimo. Un pequeño remedio motivador para cuando uno se siente exhausto, cansado, adormecido, vago, perezoso, débil, caquéxico, etc. Hacer que un minuto parezca mucho más tiempo puede ser mágico en el sentido positivo y en el negativo de la palabra: sólo se puede asociar con extremos. Por ejemplo, en la tortura, el significado tendría el sentido completamente opuesto al que pretendo expresar con este escrito. También ocurre lo mismo en el caso contrario, cuando el tiempo se nos hace mucho más corto de lo experimentado (aquella noche repleta de besos que se esfumó como si hubiera ocurrido en un mísero instante...).

Existe una guinda capaz de conseguir que afronte el incierto (y al mismo tiempo previsible) futuro que se avecina en la inmediatez con mayores garantías mentales: una minuciosa ducha de agua caliente, dónde prácticamente sólo existes tú y el chorro de agua de efecto relajante, medicinal y rejuvenecedor que inunda todos los poros del cuerpo. Es un lugar donde también se juega con el reloj que marca las horas, donde nos podemos vengar, a nuestra manera, por seguir las leyes y las normas que nos impone la naturaleza o la sociedad. Es ese momento donde sólo importan los pensamientos, incluso los no-pensamientos (la ducha es ideal para “quedarse en blanco”); donde podemos cantar, planificar, pensar en algo o alguien, etc., sin que nadie nos disturbe ni nos moleste, sin que nos distorsione la mente, mientras experimentamos un calor externo que limpia y sobre todo arropa la barrera externa que utilizaremos para actuar, mostrar al resto aspectos nuestros que no son o no sentimos como verdaderos.

"Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir." (1)

 

(1) On the Road, Jack Kerouac, 1957. Traducido por Martín Lendínez y editado por Anagrama.

La despedida

 (Escrito en 2012)

“Después se tiende en silencio a su lado y él le acaricia la cara. Al cabo de un rato se pone a llorar. Llora durante mucho tiempo, hundiendo la cabeza en el pecho de él.
Bertlef la acaricia como a una chiquilla y ella se siente realmente pequeña. Pequeña como nunca hasta entonces (nunca se había escondido de ese modo en el pecho de nadie), pero también mayor como nunca hasta entonces (nunca ha gozado tanto como hoy). Y el llanto se la lleva con movimientos entrecortados hacia una sensación de deleite que tampoco había conocido nunca.” La despedida, Milan Kundera (1)

 

Odio las despedidas. Son siempre dolorosas. Significan que el mundo que has creado, o en el que te has instalado con alegría y felicidad, se puede desmoronar. Porque cuando se va alguien que no te importa no se puede considerar una despedida; más bien es un suceso que te roza y en el que en el mejor de los casos te surgen sentimientos positivos hacia la persona que se desviará de tu camino. Pero cuando algo similar sucede con una o varias personas con las que has desarrollado una complicidad especial; la melancolía de lo que ocurrirá, el pesar del cambio, el saber que la relación, la unión que había, nunca volverá a ser igual; inunda todo el ser, incluida la mente. Sientes como un peso en el estómago y en el corazón, también en la garganta; los ojos se ponen vidriosos, cuesta conciliar el sueño, la tristeza se apodera de ti. Es entonces cuando desearías que en ciertos aspectos, en ciertos momentos, nada pudiera cambiar, o más bien que los cambios fueran a nivel microespacial, es decir; tenues, cotidianos, sin excesiva relevancia.

Pero si alguien afín a tu carácter, a tu persona, parte y te deja en el camino... ¡¡¡Todo cambia!!! La burbuja estable que creíste haber construido en realidad no lo era tanto, y ante el choque con una rama de un pino, con un pincho de un rosal, con una mano de un niño, ha desaparecido por completo. Visto y no visto. Todo cambiará y lo sabes. La belleza y al mismo tiempo la crueldad de la vida está en eso precisamente, en su dinamismo, en que es imposible alcanzar la felicidad (o un estado que se asemeje) eterna, así sucede también con la desdicha. Por desgraciada que sea una vida, el ser humano con capacidad para soñar –esa acción tan infravalorada en el mundo actual, y tan indispensable...- obtendrá y experimentará momentos inundados de sonrisas verdaderas. Y al contrario: por muy confortable y estupenda que sea o pueda parecer otra siempre existirán motivos para la desdicha.

Hoy me siento desvalido, como si faltara una parte de mí que entregué a otros; apesadumbrado, triste, jodido. Me la han clavado por el culo, además de sin permiso, sin previo aviso.

La amistad duele. El compañerismo duele. Es sorprendente la capacidad del ser humano para emocionarse con cosas que en principio, analizadas desde un punto de vista frío, podrían considerarse nimiedades. ¡Ay, esas nimiedades, cuánto malestar crean, cuántas comidas de cabeza, cuántos problemas...! No ha pasado un día y les echo de menos: podremos seguir manteniendo el contacto, pero nada será igual, todo cambiará. El ambiente de trabajo, la rutina, será totalmente distinta. La melancolía de algo que en términos estrictos todavía no ha ocurrido –aunque ese todavía es relativo- hace acto de presencia, con visos de no querer marcharse. El pesar se apodera de mi espíritu. Da tristeza. Da pena.

El dolor, la pena, desaparecerán. Los sentimientos, las sensaciones, se olvidarán. El tiempo es la variable: depende de cada caso, de cada persona, de cada circunstancia; si esa variable se extiende en mayor o menor medida. Esta reflexión que me hago también causa en mi ser malestar, decepción, pesadumbre. Nacimos solos y morimos solos; sólo que durante algunos momentos de nuestra vida vivimos el espejismo de estar acompañados y rodeados de gente a la que le importamos, que nos importan, o simplemente a la que caemos bien y que nos cae bien.

Uffffffffffffff... ¡una fiesta y a olvidar lo sucedido! Así de sencillo, así de pobre. Avancemos, retrocedamos, o lo que sea, pero es necesario mirar hacia otro lado.

Otro lado.

Otro.

O.

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--

Dos días después de la partida: cada vez que entro al habitáculo: vacío, parcialmente deshabitado; me entra un nudo en la garganta, un pesar, tristeza. Cuando voy de camino al curro, me invade la desazón. Mirar hacia otro lado. Mirar hacia otro lado. Repetid conmigo.

 

(1) Val?ík na rozlou?enou, Milan Kundera, 1972. Editado por Tusquets.

La identidad

 (Escrito en 2012)

“La idea de la muerte, que antes me había asustado tanto, era ahora una cuestión intima y simple. Estaba asustado, terriblemente asustado del dolor monstruoso que podía causarme la bala; pero ¿asustado del negro sueño de terciopelo, de la oscuridad eterna, mucho más aceptable y comprensible que el insomnio de la vida?” El ojo, Vladimir Nabokov (1).

Pirandello hace una lúcida alusión a la identidad de cada uno, haciendo temblar los tabiques que sustenta nuestra imagen, nuestro yo; en su divertida y paródica y al mismo tiempo profunda novela titulada Uno, ninguno y cien mil (2). A través de una anécdota en principio nimia y trivial (el personaje y narrador se da cuenta que tiene la nariz torcida hacia un lado tras un comentario de su esposa) vemos la vida de éste desmoronarse motu proprio. De esta forma, el autor, Pirandello, nos lanza un divertimento de gran calado por voluntad propia. Y es que: ¿en realidad qué somos? ¿Escogemos nuestra vida o nos rendimos a las circunstancias, influencias, etc.? ¿Nos vemos como nos ven los demás? ¿Acaso no somos uno distinto para cada una de las personas que conocemos? ¿Y nosotros, no nos hacemos una idea de cómo es alguien que puede estar totalmente alejada de la de otro y al mismo tiempo de la que ese alguien tiene de sí mismo?

Es tan sencillo, y tan complejo, como decir que nuestro mundo está formado por imágenes. Nuestras relaciones sociales, con los demás seres e incluso con nosotros mismos, se basan en esas imágenes. Nos vestimos de determinada manera, actuamos en cierto sentido, hablamos de tal cosa o la otra de una u otra forma,... para intentar proyectar una imagen en los demás de nosotros mismos: cómo nos gustaría que nos vieran, cómo nos gustaría ser, cómo creemos ser. Da igual: el caso es que probablemente la imagen que uno tenga de sí mismo se corresponderá vagamente con la que tenga tu padre, un amigo o el vecino de ese alguien. Este sinsentido es algo que difícilmente puede cambiarse, por no decir que es imposible, y con el que tenemos que convivir. Igual que nosotros ponemos etiquetas y hacemos análisis desde nuestra perspectiva, otros hacen lo propio con nosotros, y así sucesivamente. En realidad la vida podría tomarse como un cúmulo de malentendidos, ya que nunca llegaremos a conocer realmente (pero, ¿qué es la realidad?) al prójimo: sí, podremos saber de ciertos hábitos, costumbres, opiniones, gestos, etc.; pero a lo que me estoy refiriendo, es que no conoceremos por dentro a la persona de al lado, por mucho que hayamos estado cincuenta o cien años conviviendo con ella. En la vida actuamos para los demás y para nosotros mismos; eso es algo ineludible que por lo general, no ocupa mucho tiempo de nuestro pensamiento, si es que alguna vez se nos ha pasado por la cabeza. No es más que un teatro, un fingimiento continuo, una farsa; que se supera con desdramatización y olvido, porque si no, ciertamente, uno se volvería loco. Al menos loco, chalado, tarado, desde la perspectiva del mundo occidental que gobierna y en el que estamos inmersos; más bien lo extendería a la condición humana, a la totalidad de la raza humana de todas las distintas épocas y tiempos. Porque si uno de verdad incidiera en la revelación que se nos hace: somos esclavos de cómo nos ven y cómo nos vemos nosotros mismos; probablemente nos rebelaríamos ante la vida, el fraude que consentimos en vivir. Y es que no sólo se es esclavo de la imagen que proyecta, sino de todas las variables que influyen en ella. Por poner un ejemplo, para alguien que haya nacido en una familia burguesa, acomodada, le es muy difícil desprenderse de su status social, de sus pertenencias heredadas, de las expectativas que su familia tiene de él, influencias, etc. Rebelarse contra esa comodidad, que si bien no otorga per se la felicidad –esa falacia- sí facilita el tener una vida “solucionada” al menos por algunos años, es una auténtico reto reservado sólo para unos pocos valientes, o por qué no mentarlo, descerebrados (¡cuánto admiro yo a estos escasos descerebrados!). No obstante, es cierto que aun en caso lograr la hazaña, no cambiará en nada la principal reflexión aquí expresada: los otros nos ven de forma diferente a cómo nos vemos nosotros mismos, es mas, dentro de nosotros no hay un solo “yo”, sino muchos y diversos que aparecen según las circunstancias. Nuestra realidad es distinta a la del resto, incluso somos capaces de ver distintas realidades.  Por eso, cuando nos miramos al espejo, cuando miramos a otro a los ojos; tan solo atisbamos espejismos, imágenes, que nuestro cerebro asimila e interpreta de manera totalmente arbitraria. Por eso: jamás llegaremos a conocernos completamente a nosotros mimos, menos todavía a otros u otros a nosotros. Desde este punto de vista, la duda existencial, el vacío que durante algunos tramos más o menos prolongados algunas personas son capaces de experimentar, está más que justificado.

Por eso me gusta Pirandello: con una teórica trivialidad construye un laberinto.

“Detenerse por un instante a mirar a alguien que esté haciendo aunque sea la cosa más obvia y habitual del mundo; mirarlo de manera que surja en él la duda de que para nosotros no resulta nada claro lo que está haciendo y que puede incluso no estar claro para sí mismo: basta con esto para que esa seguridad se ofusque y vacile. Nada turba y desconcierta más que dos ojos inútiles que muestren no vernos o no ver lo que nosotros vemos.
-¿Por qué miras así?
Y nadie piensa que todos debemos mirar siempre así, cada uno con los ojos llenos del horror de la propia soledad sin escapatoria.” Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello (2).

 

(1) The eye, Vladimir Nabokov, 1930. Traducido por Mireia Bofill y editado por Júcar.


(2) Uno, nessuno e centomila, Luigi Pirandello, 1926. Traducido por José Ramón Monreal y editado por Acantilado.

¿Y qué pasa si te digo que me molas?

 (Escrito en 2012)

“Cuando tenía catorce años todavía rezaba y le pedía a Dios una chica bonita. Jugábamos al fútbol todos los fines de semana y no siempre ganábamos. En realidad nunca ganábamos. Bebíamos cerveza y le pedíamos a Dios una chica bonita. Teníamos corbatas pero no las usábamos, sabíamos muchas oraciones pero no las rezábamos. Sólo nos acordábamos de Dios para pedirle una chica bonita. A los dieciocho entré a trabajar en una tienda. Nada más verle la cara al encargado perdí la fe. Era el chico de los recados y aunque era un mal trabajo mal pagado, Dios sabe que nunca me quejé y que todo lo que quería era una chica bonita. Un día pedí permiso para ir al funeral de mi abuelo y me lo negaron. Un día pedí permiso para ir a vomitar y me lo negaron. Trabajaba cuando estaba enfermo porque decían que había muchos esperando mi puesto. No era divertido, pero yo no pedía nada. No pedía nada más que una chica bonita. No me gustan los concursos pero he llamado a uno que se llama “Llame y pida”. Sé que parece un juego de palabras pero no importa. He llamado y sólo he pedido un poco más de lo que pedía antes. Lo único que he conseguido es una batería de cocina mandada a la dirección equivocada. No acabo de entender por qué es todo tan difícil. Nunca he pedido nada. Nada que no sea una chica bonita.” Héroes, Ray Loriga (1).

Me molas, ¿te he dicho que me molas? Me encantas, ¿te lo había dicho antes? Espera, no digas nada, déjame hablar, deja hablar a mis ojos, escucha mi mirada. Acércate a mí, quiero sentir el calor de tu cuerpo y que notes como se erizan los pelos de mi piel conforme te acercas. Tus ojos y mis ojos sin obstáculos de por medio. Ahora las palabras sobran. En realidad siempre sobran. ¿Y si mantenemos la mirada fija, cada uno en los ojos del otro, durante largos minutos que sólo sentimos como segundos? El futuro no existe, el pasado tampoco, sólo el ahora. Éste es el momento y no quiero que termine. El hechizo debe continuar. Tú eres la única en el mundo, en realidad lo único que en este preciso instante mis sentidos son capaces de percibir, mi cerebro es capaz de asimilar. Acerco la cabeza, nariz contra nariz, nuestros labios rozándose a través del escaso viento que fluye por el pequeño espacio que los separa. Nos transmitimos mutuamente la energía potencial que teníamos acumulada, transformándola en electricidad. Cierras los ojos. Yo los tengo abiertos. No los pienso cerrar. Ni siquiera me planteo pestañear. No quiero que este momento se borre jamás de mi mente, de hecho no quiero que este momento pase, quiero permanecer en él eternamente hasta mi muerte. Una muerte dulce y feliz. Eso es lo que quiero. Te quiero a ti, por si todavía no te habías dado cuenta. Te quiero aquí y ahora y siempre así y ahora. Acerco todavía más mis labios a los tuyos; sigo mirando tu mirada a través de tus párpados cerrados. Abres los ojos y te encuentras con los míos. Acerco mis labios un poco más a los tuyos. Ahora sí que se están rozando. No lo puedes soportar e intentas besarme. En ese momento aparto mis labios de los tuyos, suavemente, con coqueteo. Quiero que sepas que me va el juego. Que puedo reprimir las irremediables ganas si con ello consigo que aumenten las tuyas. Volvemos a mirarnos. Tu mirada me dice: “Eres un jodido y tierno cabrón, y por eso me gustas más”. Vuelvo a acercar mis labios a los tuyos. Esta vez soy yo el que intenta besarte. Ahora eres tú la que se resiste. Mensaje recibido, nena: “Tú también apuestas fuerte”. Vuelvo a intentarlo: esta vez no te resistes. No nos resistimos ninguno. Volamos en el país de los sueños, nos dejamos llevar por las emociones que saturan nuestro cerebro. El mundo antes conocido como tal ya no existe. Sólo tú y yo. Sólo yo y tú. Los minutos parecen segundos, las horas parecen segundos. Intercambiamos muestras de nuestra irresistible atracción a través de la saliva. Nos tocamos, nos sentimos el uno en el otro. Ahora tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Encajamos como un puzzle de una única pieza. Nena, ¿y qué pasa si te digo que me molas?

 

(1) Héroes, Ray Loriga, 1993. Editado por Plaza y Janés.

Insomnio

 (Escrito en 2012)

“Nada. Pero no es la misma de siempre. Es, hoy, una nada henchida de presagios. Una resignación activa. Estuve pensado que nadie me piensa. Que estoy absolutamente sola. Que nadie, nadie siente mi rostro dentro de sí ni mi nombre correr por su sangre. Nadie actúa invocándome, nadie construye su vida incluyéndome. He pensado tanto en estas cosas. He pensado que puedo morir en cualquier instante y nadie amenazará a la muerte, nadie la injuriará por haberme arrastrado, nadie velará por mi nombre. He pensado en mi soledad absoluta, en mi destierro de toda conciencia que no sea la mía. He pensado que estoy sola y que me sustento sólo en mí para sobrellevar mi vida y mi muerte. Pensar que ningún ser me necesita, que ninguno me requiere para completar su vida.” Diarios, Alejandra Pizarnik (1)

 

Tenemos que ser sólo amigos. Nada más. Todos los domingos por la noche B. se decía lo mismo, y todos los lunes por la mañana, al ver a S., sus planes y pensamientos se desmoronaban. Y es que por más que él quisiera, la atracción no forma parte de la razón, y por tanto no se puede controlar con dosis de racionalidad. Ni siquiera con una voluntad de hierro. Sí, la fuerza de voluntad puede evitar que se traspasen determinadas líneas, pero no que no siga sintiendo lo que uno siente.

La obsesión por S. le estaba matando, no en sentido literal, aunque casi. Sufría al no verse correspondido. Probablemente había entrado en la friendzone y si no lo había hecho todavía estaba próximo a ello; cuando en realidad eso es lo último que quería B. Ya sabemos que todas las semanas al acabar el finde se repetía una y otra vez lo de ser amigos y demás chácharas para esquivar el sufrimiento que le causaba la espera, la cruel indiferencia, como también que todos los lunes cuando se arrimaba a su “deseada” se le quedaba cara de bobo. A veces intentaba fingir indiferencia, hacerle caso omiso, pero esto también le hería porque lo que verdaderamente quería es estar cerca de ella, con ella. Hablar, reír, abrazar, acariciar, besar, follar. No necesariamente en este orden. Y en cambio tenía que conformarse con ser un compañero; con cierta intimidad y afinidad, cierto es, que a B. le sabía a muy poco. A casi nada. La sensación de amargura le llegaba cualquier día azaroso, de repente, sin previo aviso. Una vez su cabeza empezaba a dar vueltas era incapaz de pararla, se veía absorbido por la maraña de pensamientos que regían en su cerebro, y que le dañaban de forma inmisericorde. Dolor y malestar, transmitidos a través de una mirada sombría, era lo que sentía en aquellos momentos. Le molestaba, le jodía profundamente, que S., la afín S., no fuera capaz de fijarse en él como hombre. Le molestaba más aún que se fijara en otros hombres, que quedase para salir con ellos, que se los tirase. Mientras él, el muy imbécil, se quedaba con cara de lo que era. Idiota. En realidad no le molestaba que se relacionase con otros hombres, ni que se los follara, sino que él no fuera uno de los escogidos para esos menesteres. En temas sexuales y amorosos su pensamiento era más bien liberal: siempre presumía de saber distinguir entre amor y sexo, y en cuanto tenía oportunidad no dudaba en anunciar que él estaba a favor de la poligamia sexual, ejercida por ambas partes. Claro que B. nunca se ha enamorado. Y el camino que separa a la teoría de la práctica es un abismo.

Una noche insomne sufrió un disparo de veneno mental. Pese a que tenía que madrugar para trabajar al día siguiente, se mostraba inmune al sueño. La vigilia se apoderó de su mente. Atribulado y cabizbajo, con unas incesantes ganas de mear merced a una incontrolable y fatigosa polidipsia que le sorprendió durante la tarde, se levantó y empezó a recopilar los “flashes” que le venían a la cabeza. Una tormenta de pensamientos que se le escapaban de la mente, y que lo sumía en la desdicha, la pesadilla, el terror de ser consciente de lo que le depararía la vida. A veces odiaba pensar y pensar y pensar y no poder parar: introducirse en un torbellino del que sólo la fatiga le podía sacar. Mientras bebía agua abundantemente y con fruición, cogió un cuaderno de anotaciones que siempre llevaba encima y un bolígrafo y anotó:

“3.11 am. Pienso en la depresión de vivir. La vida como sinsentido, como experiencia existencial poco o nada gratificante, como evento totalmente absurdo, aparte de fuente de dolor y enfermedades y sufrimientos y malestar y toda clase de sentimientos abyectos que van sumiendo a uno en el pesar. Dar vida a un ser es algo que, en general, es muy apreciado en la sociedad humana, cualquiera que sea. Empero a mí me parece un acto del todo egoísta por parte del ser; sin negar que decide perpetuar la especie en parte por el instinto de supervivencia, sí, me parece que también lo hace por miedo. Miedo a quedarse solo. Miedo a sentir el vacío y el vértigo que provoca la propia sensación de vivir. Miedo a sentirse perdido, alienado, a darse cuenta que está en un mundo que no tiene sentido ni significado. Miedo a verse obligado a afirmar que la existencia propia es efímera e insustancial. Desde este punto de vista: la descendencia se convierte uno de los mejores entretenimientos para otorgar un sentido irreal, una significación que va más allá de todo razonamiento, a esta locura que llamamos vida. Parezco estar en un laberinto del que no puedo escapar; sin ilusión, haciendo cosas por inercia, o simplemente, porque hay que hacer algo; derrochando el tiempo que me han concedido en cosas y acciones insustanciales; trabajando porque es el método más efectivo que ha inventado el hombre/la mujer para cambiar el tiempo que se pierde por algo que te ayuda a, o que parece imprescindible para, vivir: es una manera honrada de conseguir el vil metal que domina el mundo. Soy un extraño entre coetáneos: me pregunto si vivo, veo o siento realidades distintas a las que puedan vivir, ver o sentir otras personas. Personas que me rodean, que veo pasar a toda prisa por la calle, que me pitan desde su coche cuando voy a menos de cincuenta por hora. Me hago este tipo de reflexiones y acabo sumido en una espiral de la que no puedo extraer nada concluyente. Tan sólo sé que de vez en cuando me invade una sensación de amargura que se descontrola y descarrila. Noto su presencia constantemente, aunque la mayor parte del tiempo logro contenerla hasta hacerla casi imperceptible. La desazón de tener una vida sin objetivo, sin sentido, sin ambiciones, sin amor; de seguir la corriente de la marea, a merced de las eventualidades y las circunstancias. Y no obstante, tengo miedo a morir; también a las posibles eventualidades que pueda depararme el futuro. Sobre la muerte física a veces pienso que nadie está preparado para ello. ¿Cómo se explica si no que incluso moribundos y enfermos con intensísimo dolor se resistan tan concienzudamente a dejar el mundo que conocemos? Probablemente se deba a que más allá, después, no hay nada. Nos convertimos en comida para gusanos o abono para árboles. Si acaso, dejamos un recuerdo que va perdiendo intensidad, nitidez y brillo en las personas más allegadas. De ahí la necesidad de las imágenes: nos recuerda lo que hemos sido (a nosotros mismos y a otros). O más bien, lo que hemos creído ser. Uno deja la vida para siempre. La reencarnación, el paraíso, el purgatorio, yo-qué-sé. Ilusiones por saber de antemano que no se ha aprovechado lo suficientemente bien la vida que le ha tocado a uno vivir. Ignorancia ésta (referente a la Muerte, todos somos unos absolutos ignorantes) de la que se aprovechan las religiones. Me resulta inevitable pasar de un tema a otro, de un pensamiento a otro, apenas desarrollado o directamente sin desarrollar: una vez estás metido en el torbellino te dejas arrastrar intentando plasmar todo lo que tu capacidad te permite. En mi caso la capacidad es más bien exigua.

3.47am. Mi cabeza sigue dando vueltas a sí misma. Intento poner en orden algo de lo que rige dentro del cerebro. Es complicado. Suspiro. ¿Es posible que haya gente que no pueda experimentar la felicidad? ¿Gente que por mucho que tenga, que consiga, que sienta: siempre verá el vaso medio o casi completamente vacío? A veces envidio a la gente optimista, la extrañeza que produce en mí esa ilusoria vivacidad e intensidad, que no puedo evitar pensar es en parte forzada. Alguna vez me gustaría dejarme llevar por ese torrente de pensamientos inanes, probar las sensaciones de otros en mi propio cuerpo. Me molesta ser tan consciente de las cosas con respecto a mí en ese sentido. Soy pesimista por vocación; sospecho que en realidad me gusta regodearme en ese pesimismo que rara vez se aleja de mi cabeza. A veces experimento espejismos. Pero enseguida llega el pesimismo con su martillo para poner las cosas en su sitio, es decir, hechas jirones y desperdigadas por el suelo. Creo que en el fondo me gustaría ser un maldito, un incomprendido, un alma atormentada con inherente magnetismo. Por eso me atraen tanto los temas que podrían considerarse sombríos.

4.02am. Hora de dormir. Si no lo consigo (dormirme) leeré algún libro. Debo quitarme la careta y confesar: en realidad todo esto viene dado por el hecho específico de que precisamente hoy, decía, viene dado porque, la mujer que me atrae probablemente esté jodiéndose a, follándose a, o lo que es más insoportable para mí, haciendo el amor con, otro. Ese otro me excluye a . La desdicha del que se siente rechazado, vencido; que a su vez otorga dicha por sentir algo humanamente natural, lo que en parte significa que pese a la pose, no he renunciado a la vida y a la esperanza. Pese a todos los tormentos, en el fondo de mi ser, existe un haz de ilusión. Todavía se divisa una luz en las profundidades de las entrañas. Debe imponerse a ríos desbocados, lluvias torrenciales, aguaceros, tsunamis.”

Al narrador le gusta pensar que lo hará.

 

(1) Diarios, Alejandra Pizarnik, 1954-1971. Editado por Lumen.

Recuerdos del primer amor, por Nabokov

 (Escrito en 2012)

“Aunque parezca extraño, no podía recordar cuándo la vio por primera vez. Quizá fue en un concierto benéfico celebrado en un granero, en los límites de las tierras de sus padres. Aunque también cabía la posibilidad de que la hubiera visto, muy brevemente, con anterioridad. Su risa, la dulzura de sus rasgos, su piel morena y el gran lazo en su pelo, le parecieron remotamente conocidos cuando un estudiante de medicina que hacía prácticas en el hospital militar de la localidad (se estaba desarrollando una gran guerra mundial) le habló de aquella muchacha de quince años tan “dulce y notable”, dicho sea con las propias palabras del estudiante. Pero esta conversación había tenido lugar antes del concierto. Ahora, Ganin buscaba vanamente en su memoria. Simplemente, no podía recordar su primer encuentro. Lo cierto era que Ganin la había estado esperando con tan ardientes deseos , y que había pensado tanto en ella, durante los deliciosos días de convalecencia del tifus, que se había formado en la mente la imagen completa de la muchacha antes de verla realmente. Ahora, muchos años después, tenía la impresión de que su encuentro imaginario y su encuentro real se fundían y confundían formando un tercer encuentro, ya que en cuanto a persona viviente la muchacha sólo era una ininterrumpida continuación de la imagen que la había anunciado, precediéndola.” Mashenka, Nabokov (1).

 

[NOTA: esta pseudoreseña destripa partes de la novela de Nabokov (incluido el final)]

Mashenka, la primera novela del gran novelista Vladimir Nabokov, deja tocado. Rememora, reverbera, el primer amor; y al mismo tiempo incita al lector a pensar en épocas pasadas, mitificadas por el paso de los años y la memoria selectiva; que en casos dónde asola la melancolía suele quedarse con las circunstancias y anécdotas más positivas, o cuanto menos, que uno recuerda como más significativas. Aparte del recuerdo del primer amor, ése que siempre será especial, esta novela también es una renuncia a las segundas oportunidades, un rechazo a la posibilidad de ser feliz, una derrota de ante mano. Triste y emocionante: la prosa envolvente de Nabokov y su capacidad innata de ir hacia delante, hacia atrás o hacia el mundo onírico sin que se perciba, de forma sutil, son algunas de sus indudables cualidades como narrador. Uno se va adentrando en el mundo de Ganin, el protagonista principal, y los cohabitantes de la obra; una vez lo ha conseguido lo suficiente no puede salir. Lo que afecta al protagonista también lo hará en el lector: porque se sentirá identificado con Ganin. Digo mal; en realidad se sentirá identificado con muchos de los pensamientos y recuerdos de Ganin. Ya que al fin y al cabo, es la historia de un perdedor de la vida que sin embargo ha conseguido saborear dulcísimas golosinas. Mashenka, que en ningún momento aparecerá en el tiempo presente (el tiempo en el que se narra), adquirirá un papel esencial: como mujer, como objetivo y sobre todo como símbolo. Símbolo de la juventud perdida, del amor enloquecido de la pubertad que ya no volvió, de la pasión de la inocencia e inexperiencia, de la espontaneidad de los primeros sentimientos y los primeros desórdenes hormonales relacionados con la atracción física y “metafísica” (uno también cree enamorarse del “alma” de otra persona). Lo que se recuerda es la pasión, los momentos de intensa e inmensa felicidad experimentados; especialmente tras haber tenido el tiempo suficiente para darse de bruces contra la realidad. La burbuja que hacía todo posible se rompió, y a pesar de las sensaciones que Ganin re-experimenta; justo al concluir la novela, decide renunciar a intentar sentir lo mismo de nuevo. Probablemente porque sabe que él ya no es el mismo, y ella tampoco; puede que en esencia sí, pero la maldita experiencia de haber vivido la vida, de poseer ya una edad y sucesos a sus espaldas, le impide sentir esa ilusa irrealidad que llena todo de energía, vitalidad, felicidad, inconsciencia. Es consciente de sus posibilidades; y de que hay un alto porcentaje de estropear esos maravillosos recuerdos que conserva si volviera a intentarlo; para él no merece la pena el riesgo, tiene miedo de no volver a ser capaz de volar mentalmente en un mundo que le provoca mucho más placer que el real: el mundo pasado idealizado. Nabokov parece decirnos que el ideal es un gran catalizador si se usa como estimulante, aunque no conviene acercarse demasiado a él, ya que una vez se logra, uno se da cuenta que lo que sólo parecía un prado repleto de flores es en realidad un vertedero lleno de defecaciones, deshechos y agentes malolientes y contaminantes. El ideal no existe como tal, como se imagina o como se percibe (una vez se ha desenmascarado), por eso es necesario que siga manteniéndose como se piensa en un principio que es. Y ahora es cuando surge la eterna pregunta: ¿y si...? Los seres vivos son curiosos por naturaleza y es completamente normal querer alcanzar ese ideal “perfecto”: quién tiene la ocasión y no lo hace realmente sólo muestra signos de cobardía, de defecto de confianza en sí mismo, de debilidad. Ganin actúa con cobardía, y al mismo tiempo, con sapiencia: siempre le quedará el regusto amargo de haber rechazado la oportunidad de reencontrarse con su gran y primer amor, aunque por otra parte podrá evadirse de la realidad haciendo uso de los recuerdos legados. Con el paso de los años creo que la sensación de amargura es la que predominaría en su cabeza. En temas de corazón  toda decisión es complicada, y tal vez, no convenga hacer excesivo uso de la cabeza. Por lo menos en los casos de verdadero sentimiento de amor.

 Fuera inhibiciones.

 Este novelita fue capaz de devolverme al pasado, hizo que se me erizase la piel rememorando viejos recuerdos a través de los recuerdos del propio protagonista, Ganin; aunque su tono melancólico y perdedor –cada día que pasa estamos más cerca de perder la partida- consiguieron sucumbir mi ánimo. Excelentemente escrita y ejecutada, sin grandes alardes ni pretensiones; como tal debe ser juzgada. Se trata de una pequeña joya que cualquier apasionado de la lectura no debería perderse.

NOTA: 7.5/10

 

(1) Mashenka, Vladimir Nabokov, 1926. Traducido por Andrés Bosch y editado por Anagrama.

Belleza

 (Escrito en 2012)

La belleza verdadera debe suponer un “shock” para el espectador, provocar un relámpago interno que deje anonadado al observador, causar tal impresión que se le tambaleen las piernas. Los patrones de belleza son una patraña; la belleza es y debe ser totalmente subjetiva, más aún, no sólo física sino completa. La grandiosidad de la subjetividad estética es que cada uno puede tener conceptos divergentes sobre algo/alguien y ninguno estar equivocado bajo su baremo particular, que es el que debiera contar a la hora D para cada cuál. Si bien es cierto que los baremos particulares no son inamovibles, que la mente y las ideas suelen ser dinámicas, y que cualquiera puede cambiar de gusto para retornar (o no) al originario, eso es lo de menos. Lo importante es el momento, la sensación causada en el instante preciso en que se experimentó una sacudida eléctrica debido a la belleza percibida, incluso intuida. Llenarse de silicona todos los sitios imaginables no hace a alguien más bello per se; puede ser que sí más llamativo, podría aceptar también el calificativo atractivo (para según quién). Pero esa atracción causada no tiene nada que ver con la belleza, sino más bien con la manipulación cerebral sufrida por los años inmersos en determinada sociedad y también por la fuerza ejercida por las hormonas y  neurotransmisores segregados por el propio cuerpo. Es indudable que dos tetas de tamaño considerable, una cara bonita o un culo tipo menudo culamen llaman la atención, más por exuberancia o cánones que por otra cosa. A lo que yo me refiero es a la belleza telúrica, la que da sacudidas y deja a uno en estado de seminconsciencia, flotando en una  nube. No son opciones incompatibles que una chica con grandes pechos, carita de porcelana y culo bien puesto posea la belleza  desde un punto de vista personal, o lo que es lo mismo, la única que merece la pena, pero a lo que me estoy refiriendo es a que son cualidades que por sí mismas, no garantizan belleza, entendida cómo se pretende expresar en este texto.  La belleza debe causar regocijo interno, una pequeña y brusca liberación de cocaína que haga erizar todos los orificios de la piel y provoque que los ojos se queden en blanco. La belleza verdadera acojona, causa un vértigo abisal que a su vez hace que no se pueda apartar la vista de ella, que no se pueda mover uno sin tropezar con el aire, objetos, personas, paredes, pensamientos. Una vez la belleza es descubierta el cuerpo y la mente se embriagan de entusiasmo, vitalidad, atrevimiento, osadía; generalmente no intencionada, sino automática, inconsciente, conducida por la inevitable inercia que impulsa hacia ella.

 

La belleza verdadera es la forma en que pronuncias las palabras, frases, interjecciones. La belleza es tu expresiva mirada, tus ojos de color marrón que a mí sólo me parecen iridiscentes. La belleza es esa sonrisa que desarma y me deja, por unas milésimas, a merced de tu entera voluntad. La belleza es el olor corporal que desprendes y que se incrusta en mi cerebro de forma definitoria y permanente. La belleza es el tacto de tu piel, con esa suavidad innata y esa blancura característica, con pequeños accidentes geográfico-anatómicos cuyo contraste causan delirio y llevan a la locura. La belleza son tus piernas, tus pechos, tu cuerpo. Tu aura. La belleza es tu forma de ser. La belleza es tu sinceridad algunas veces, tu disimulo otras,  tus enfados casi siempre. La belleza es subjetiva y mi mirada, mi cerebro, mis pensamientos me dicen que tú eres la más bella del mundo; una preciosidad de carne y hueso, humana, con innumerables defectos que contribuyen a incrementar a mis ojos esa belleza que subyuga y me deja cataléptico. El cielo es formar parte de, conseguir por un tiempo, la belleza que desprendes: se escapa de las manos pero la sensación orgiástica queda en el recuerdo. La belleza es una adicción a la que no quiero ni puedo renunciar. La belleza mueve el mundo. Con el anhelo de encontrar la belleza me levanto cada día, hasta que te encontré, ahora no es un anhelo ni un deseo, es más bien la pura realidad. La belleza es voluptuosidad. La belleza eres tú.

“La belleza, ni dinámica ni estática (...) La belleza será CONVULSIVA o no será.” (1)

 

(1) Nadja, 1928, André Breton. Traducido por José Ignacio Velásquez y editado por Cátedra.

Relato de un amor imposible

 (Escrito en 2012)

“No temáis a la felicidad: no existe” Poesía, Michel Houellebecq (1)

 

Era ella. Nada más verla lo supe: era la mujer a la que ubicaría en un pedestal y sería inalcanzable para mí, y al mismo tiempo la alimentadora de esperanzas inanes que me servirían para continuar con una vida repleta de extrañeza e incomodidad. Su mirada, fuego ardiente, me cautivó desde el primer instante; jamás pude olvidar esos ojos vidriosos y relucientes, chisposos, como si en ellos se encontraran el secreto de la vida, su sentido y significado. Me fascinó desde el primer momento que giró su delicada cabeza para esbozar una leve sonrisa de amabilidad y coquetería. El encuentro fue fortuito, totalmente inesperado para mí, intenté acortar las distancias entre nosotros como si de un acto reflejo se tratara. No pensé: actué con fingida confianza. Portaba un libro entre sus brazos: de un tal Haruki Murakami. Por entonces desconocía al autor, por completo, y ese fue el punto de partida, la excusa, para acercarme a ella. Charlamos amigablemente, me recomendó fervorosamente al escritor japonés –que enseguida, en la intimidad de mi cuarto, de la calle, del autobús, etc. me atrapó con sus historias oníricas y extravagantes de personas solitarias-, hubo conexión entre nosotros. Quedamos para tomar un café.

Bromeábamos, nos picábamos e insinuábamos con picardía, hablamos de todo lo imaginable; cosas cotidianas, reflexiones que podrían considerarse filosóficas, gustos personales, sexo y derivados. Cada vez había más intimidad y afinidad entre nosotros. De repente todo cambió: me entró el pánico, el miedo a ser amado y correspondido, a quedarme colgado y no ser correspondido, a hacer el gilipollas. Di demasiadas vueltas a la cabeza y me introduje a mí mismo en una espiral ciclotímica de la que era incapaz de salir. Perdimos, poco a poco, el contacto. Pese a todo, de vez en cuando nos veíamos, pero ya no era lo mismo. La frialdad se imponía entre nosotros, como un muro infranqueable: nos impedía actuar con naturalidad y sinceridad, mirarnos a los ojos, escuchar al otro. Manteníamos las formas, la distancia –física y emocional- entre nosotros. Nos fuimos olvidando el uno del otro. He de reconocer que me costó: pero verla me producía un dolor interno que me trastornaba por completo. Verla y no poseer su corazón, me refiero. No verla me sumergía en torbellinos de imaginación, durante interminables horas, donde ella era la protagonista principal, en realidad la única, de mis fantasías, pensamientos, ensoñaciones. Un sentimiento de culpabilidad, mezclado con resentimiento hacia mí mismo, se apoderaba de mi tormentosa cabeza. La rabia me corroía los nervios; no era capaz de comprender el sabotaje que ¿voluntariamente? me había autoimpuesto. El tiempo cicatrizó las heridas, aunque en el momento menos esperado cualquier mínimo golpe reabría las viejas lesiones.

Fue en un concierto. La vi. No lo pensé. Me dio todo igual. Me acerqué, con una seguridad en mí que jamás había experimentado, rallando la euforia. Ella me vio: no apartó su mirada de mí.

Hola –dije
Hola, ¡cuánto tiempo! –dijo
Sí... demasiado.

Sus ojos, esos ojos con los que tantas horas, días, meses había soñado, iluminaban toda la sala. La música seguía sonando, no en mi cabeza. Todo se paralizó. Sus ojos, esos hermosos y brillantes ojos, me recordaron que jamás había amado a nadie como la amé, como la seguía amando, a ella. La cogí de la cintura. Nos besamos: la euforia descuajaringó todos mis sentidos. No paramos de besarnos, horas enteras frente a la pared. El concierto había finalizado, no quedaba nadie alrededor, los músicos también se habían marchado. Fuimos a su casa.

No cometí el mismo error: la pasión entre nosotros nos volvía insensibles a la realidad. Nos podíamos pasar horas, días enteros, juntos; charlando, en la cama abrazados, follando. Le di mi alma, abrí me coraza, y ella me correspondió. Experimenté la más absoluta e inalcanzable felicidad. Como nunca había imaginado.

La cotidianidad se instaló entre nosotros. Llegaron los problemas, aunque no nos atrevíamos a reconocerlos. Los ignorábamos, hacíamos como si no existiesen. No funcionaba. Seguíamos experimentando momentos mágicos, únicos, inigualables,... pero cada vez eran más exiguos. Decidimos dejarlo antes de hacernos más daño. ¿Tiene el amor fecha de caducidad? ¿Aunque sea el amor más sublime y especial que uno pueda imaginar? La sigo queriendo, sigue siendo la mujer de mi vida. Inevitablemente, cuando estoy con otras, las comparo con ella y con lo que me hacía sentir. Nada similar. Siempre salen perdiendo.

 

(1) Rester vivant, Michel Houellebecq, 1991. Traducido por Altair Díez y editado por Anagrama.

A propósito de El fin del camino, de John Barth

 (Escrito en 2012)

“Baste con decir ahora que la mayor parte del tiempo todos somos directores teatrales y distribuimos papeles muchas veces, quizá siempre lo hacemos, y sabio es quien comprende que el papel asignado es, en el mejor de los casos, una arbitraria distorsión de la personalidad de los actores; pero aun más sabio es aquél que percibe esta arbitrariedad como inevitable, aunque necesaria si se quiere alcanzar el fin que buscamos” (1)

Me acerco por primera vez a Barth un tanto temeroso, ya que tiene fama de ser uno de los adalides de la gran generación posmoderna estadounidense que estaría conformada también por, entre otros, William Gass, William Gaddis, Donald Barthelme, Kurt Vonnegut o Thomas Pynchon. No había motivos fundados para los temores. Pese a ser norteamericano, creo percibir una clara influencia europea en la escritura del autor. La novela tiene un marcado toque existencialista, posiblemente por la influencia de Albert Camus y Jean-Paul Sartre (autor citado en la obra), así como la del pre-existencialista Henri Barbusse (imprescindible su novela El infierno), y el predecesor de todos ellos, el original filósofo Denis Diderot. La extravagancia de los diálogos y la capacidad de defender una tesis desde diversos puntos de vista, a través de estos diálogos, recuerdan mucho a éste último; así como la frescura y el dinamismo de éstos.

Podemos afirmar que la novela es tan sólo el vehículo para lanzar reflexiones, a sí mismo y al lector. En este sentido podría ser considerado un escritor “incómodo”; ya que pretende perturbar la conciencia del receptor, no quiere simplemente hacerle pasar un buen rato –que también, la novela se lee en un suspiro y engancha casi desde el principio-. Conviene aclarar que la historia per se tiene mucha miga, con el protagonismo de un triángulo tormentoso auxiliado por un médico, desde un altar, que finalmente acabará sumergido en el barro como el resto. Narrada en primera persona, desde el punto de vista del narrador y protagonista principal, un tanto estrafalario, toca temas que en su día (se publicó en 1958, en la misma época en la que novelas convulsionantes como En el camino de Kerouac fueron publicadas) debieron resultar polémicas: como la infidelidad, el suicidio o el aborto. Sin embargo, lo que más ha captado mi atención son las reflexiones acerca del yo, más bien los diversos yoes, de cada una de las personas; que se pueden asemejar a máscaras sin por ello significar una ofensa, o algo nocivo, para la humanidad. Frente a los múltiples yoes que puede adoptar un mismo ser humano (que según el entorno, el estado de ánimo, etc. actuará de una u otra forma) confronta el de la integridad, representada por el personaje de Joe Morgan. La integridad como algo obsoleto y tan sólo alcanzable por unos pocos seres obtusos (o privilegiados): ya que la mentalidad, al igual que la vida, es dinámica, y sólo son esos pocos los que pueden mantener unos pensamientos y una forma de racionalizar invariable a lo largo del tiempo. Es decir: tener en todo momento claras las ideas, unas ideas inamovibles e inasibles. Vivir conforme a una forma de pensar es difícil y tiene sus consecuencias beneficiosas y negativas; el problema llega cuando comparte la vida con alguien que no es como aquél, aunque a base de raciocinio y firmeza se consiga convencer, o más bien imponer, su forma de pensar, y en último término anular, la independencia de pensamiento y acción de la otra persona. ¿Para qué sirve la integridad imperturbable en un mundo como el actual? ¿Es mejor o peor para la sociedad una persona totalmente íntegra con respecto a alguien que porta múltiples máscaras y continuamente entra en contradicciones y paradojas en torno a sus pensamientos y acciones? ¿Acaso no es lo más humano dudar, tener sentimientos ambivalentes y contrapuestos, alegrarse y al mismo tiempo, en otra vertiente, entristecerse por un mismo hecho? ¿Cómo puede tener alguien las ideas claras por y para siempre? ¿Existen los hechos objetivos y absolutos, o más bien todo está contaminado de subjetividad?

Este servidor ha quedado profundamente complacido por esta novela-ensayo; de marcado carácter sardónico e irónico, que no se detiene en la superficie sino que busca intrincaciones y reacción en la mente del receptor.

 

(1) The end of the road, 1958, John Barth. Traducido por Estela Canto y editado por Editorial Sudamericana.

Doce más uno

 (Escrito en 2012)

“Naces en la capital del mundo y ya no puedes escapar, y eso es así porque así es como todo el mundo quiere que sea. Lo que importa es lo que la gente quiere. Aquí nadie necesita nada. Es como cuando te despiertas por la mañana y la nieve ya ha empezado a caer y hay luz entre los edificios donde caen los rayos del sol pero ya está oscuro donde hay sombra, y lo que importa es lo que uno quiere. ¿Qué quieres tú? Porque si no quieres nada, no tienes nada. Vas a la deriva, te arrastra la corriente, y luego te cubren la nieve y las sombras. Y en primavera, cuando la nieve se derrite, nadie recordará dónde quedaste congelado y enterrado, y ya no estarás en ninguna parte” (1) Twelve, Nick McDonell

”Puede que no me guste tanto la gente como al resto del mundo. Parece que la raza humana está enamorada de sí misma. ¿Qué clase de ego hace falta para llegar a creer que has sido creado a imagen y semejanza de Dios?” Cosas que los nietos deberían saber, Mark Oliver Everett

 

Doce es más que cero. Doce es una droga. Mejor que la cocaína, dicen. Más potente. Doce es una novela. Una novela de Nick McDonell. De las llamadas novelas generacionales. O lo que es lo mismo: pubertad-adolescencia, drogas, sexo, muerte. Doce es una novela generacional de niños pijos ricos estadounidenses. Doce es una novela directa, vertiginosa, escueta, esbozada, impactante. Con un final de videojuego, aunque lejos de ser inverosímil tratándose de los Estados Unidos. Me ha gustado.

Doce deja entrever el hastío existencial humano de las clases que tienen tiempo para invertir en ocio. Ese hastío que se revela con profusión en la pubertad, cuando de forma pseudoinconsciente, se intuye que la vida es una mierda. Porque la pubertad no es más que una lucha contra la raza humana, una rebelión contra la mediocridad de las vidas humanas, una descarnada batalla por diferenciarse de las gentes adultas que se ven, que se tratan, o con las que se convive diariamente. Una fratricida pelea para no convertirse en algo que se odia; para impedir que su carácter se impregne de irrelevancia, putridez, cinismo, corrupción, abyección, atrocidad; para evitar caer todavía más en las redes de una sociedad que atrapa y no suelta hasta que consigue extraer todo el jugo intelectual, o de cualquier tipo, hasta dejar como un títere con el seso sorbido o lobotomizado. La pubertad es un duelo que se sabe perdido de antemano, pero no por ello es menos importante el librarlo. Se sabe que se acabará pereciendo o claudicando o como última y rara alternativa, siendo un ser totalmente infeliz y aislado del resto por el asco hacia esos otros seres, y en el fondo hacia sí mismo, porque en ese fondo del ser sabe que es uno más de ellos aunque se niegue a reconocerlo, que es uno más de los viles entre los que vive, se ha convertido en la persona ruin y cruel y acomodada y sin escrúpulos que no se ha cansado de ver a lo largo de sus días, que pretende engañarse como los demás, aunque en otro sentido, queriendo creer que no es como los demás aunque sabe que sí lo es, por eso intenta engañarse, pero ese engaño es fallido de antemano ya que es su propia mente la que hace el intento, y él domina su mente, o cuanto menos reconoce lo que pasa por su mente, y entre otras cosas, el engaño hacia sí mismo que intenta pergeñar, de forma fallida pues es evidente que no puede engañar a su propia mente desde su propia mente, como mucho puede hacerse el engañado con sí mismo; y aun así sabrá que se hace el engañado, y si quiere seguir creyendo en el engaño deberá evitar pensar en ello, aunque de nuevo la sensación de estar omitiendo a sí mismo una información relevante no dejará de actuar en su interior, y esa sensación hará mella en sus pensamientos y sacará a relucir que se engaña a sí mismo, como el resto de los seres a los que tanto odia, con los que no quiere tener nada que ver pero en realidad con los que tiene tanto que ver, porque es como ellos aunque no quiera, la condición humana es de esta forma per se; cruel, insolidaria, egoísta, asquerosa, vil, obtusa, egocéntrica, corrupta, perversa, abyecta, atroz, despreciable, et caetera.

Por lo tanto, la guerra contra el paso a la edad adulta y todas las consecuencias que conlleva siempre se pierde. La única forma de vencer esa guerra es morir antes de que se produzca, y por tanto, no se vence sino que se esquiva, o como máximo se consigue una victoria pírrica. La responsabilidad que conlleva convertirse en adulto es temible; de hecho esta es una de las razones de por qué la gente, afortunadamente, nunca termina de madurar. Pobre del que lo haga. La metamorfosis que se experimenta gradualmente en un mundo de mierda convierte a quien lo experimenta en pura mierda, una manzana que se pudre como las restantes del abarrotado cesto. Alcohol, drogas, riesgo, sexo e inclusive amor son sucedáneos que ofrecen una felicidad transitoria para poder seguir sobreviviendo ante tamaño cúmulo de excrementos; y muchas veces esta felicidad transitoria sólo lleva a una infelicidad todavía mayor, o a la muerte. Uno nunca sabe qué es lo mejor: aunque se agarra a la vida de mierda o felizmente simulada que tenga; siempre puede mejorar. ¡Pero cómo cojones va a mejorar estando rodeado de seres tan viles como uno mismo! Y todo eso sin haber sentido realmente lo que es el dolor físico, o al menos no haberlo sentido de forma prolongada, en la mayoría de casos. Mejor no pensar en ello porque si no la mayor parte de la gente se suicidaría: más vale pensar en otras cosas, mirar hacia otro lado, anestesiar la mente, entretenerse con trabajo o aficiones o relaciones sociales y sexuales o cualquier sucedáneo de felicidad. La autorrealización es un invento de algunos listillos para facilitar la persistencia en un mundo que aliena o aborrega o más bien ambas al mismo tiempo, igual que la religión, el éxito y todas las demás gilipolleces que sólo sirven para engordar el ego, tranquilizar la conciencia o vete tú a saber que otras cosas. Porque al fin y al cabo, la vida no es más que una lucha de poderes, una competición estúpida de soberbia y egoísmo. Quién compita mal y sea consciente de ello está jodido. Realmente jodido. Eso es el mundo adulto, y de ahí las reticencias de los adolescentes, los bandazos que pegan de un extremo a otro ante la desorientación y frustración que experimentan. Siempre se ha creído el punto de vista del adolescente el equivocado, pero ¿y si es al contrario? ¿y si es el mundo adulto el que fastidia todo y el esquizofrénico y el que está repleto de estiércol, el que contamina el mundo? Creo que nadie ha expresado mejor que Salinger la posible disyuntiva existente entre estas etapas en su guardián entre el centeno o cazador oculto.

 

(1) Twelve, Nick McDonell, 2002. Traducido por Gemma Rovira y editado por Anagrama.

(2) Things the Grandchildren Should Know, Mark Oliver Everett, 2009. Traducido por Pablo Álvarez Ellacuria y editado por Blackie Books.

Salvajes, de Don Winslow

 (Escrito en 2012)

“¿Qué quieres que te diga? Me gusta correrme”

 

Una novela cuyo primer capítulo es simplemente “Jódete” tiene que ser forzosamente buena. Salvajes no es una excepción. Una novela de acción, de ritmo trepidante, con drogas, sangre, muertes, secuestros, narcotráfico, sexo,... y una gran carga de crítica a la humanidad, que puede quedar en un segundo plano por la vorágine en la que introduce al lector, de la que no desea escapar, y que le incita a continuar la lectura de forma adictiva, dejando de lado el resto de cosas, hasta finiquitarlo. Es uno de esos libros que se leen en un par de tardes, por la sensación de adrenalina y la incertidumbre que transmite.

Escrita con lenguaje de la calle, de forma directa y sencilla, con frases breves y dispuesta en capítulos cortos, sin excesivo virtuosismo, pero excelentemente, debido a que consigue su propósito, que me parece es transmitir y reflejar lo que el autor desea, contaminar al lector e involucrarlo en la acción, hacerle partícipe de una historia de acción y al mismo tiempo comunicarle pensamientos relativos a la existencia y el funcionamiento de la sociedad. No es alta literatura, es excelente literatura de entretenimiento-denuncia; dura y desesperanzadora, porque la visión del narrador sobre la condición humana se puede resumir en lo siguiente: el ser humano es una puta mierda y no tiene solución. Egoísmo, luchas de poder, venganza, hipocresía, corrupción, superficialidad, hedonismo, consumismo. También hay un espacio para el amor: la fuerza más grande, y a la vez la mayor debilidad, del ser humano. Es arriesgado tener familia, seres queridos, cuando estás metido en el mundo subterráneo. Es arriesgado amar, en general. Además, informa, levemente, pero de forma suficiente; del funcionamiento de las mafias del narcotráfico mexicanas-americanas (y cómo las autoridades competentes lo permiten), expone cómo se creó esta situación que cada día se lleva por delante a decenas, si no son cientos, de personas. Efectivamente: los poderosos son los que no sólo lo permitieron, sino que incitaron a ello. Las leyes sólo pueden infringirlas los que están en el poder y los peones que sean necesarios para llevar a cabo su plan. De las consecuencias ya se preocuparán otros.

Volviendo a la crítica que se hace del ser humano y de la sociedad, me permito rescatar algunas citas que causaron en mi conciencia un cierto impacto, por lo llamativo y fatalista y desolador:

Se supone que las drogas son una mierda, pero, si en un mundo de mierda pillas la polaridad moral inversa, son cojonudas. Para Chon, las drogas son “una respuesta racional a la irracionalidad” y su uso crónico de lo crónico es una reacción crónica a la locura crónica.
“Proporciona equilibrio –considera Chon- En un mundo jodido, uno tiene que ser jodido, si no se quiere joder...”
(p.21)

Siente hastío, depresión y desorientación. Siente que su vida no tiene sentido, tal vez porque: si cavas un pozo en Sudán, vienen los janjaweed y matan a la gente de todos modos; si compras mosquiteras, los niños que salvas, cuando crecen, violan a las mujeres; si estableces una industria artesanal en Myanmar, el ejército se apodera de ella y esclaviza a las mujeres... (p.68)

“Ben todavía no se ha enterado –piensa Chon- de que uno no puede cambiar el mundo: es el mundo el que te cambia a ti” (p.83)

Chon piensa en la diferencia entre publicidad y pornografía.
La publicidad da nombres bonitos a cosas feas.
La pornografía da nombres feos a cosas bonitas.
(p.142)

Siempre ha sabido que había dos mundos.
Uno salvaje y el otro no tan salvaje.
El salvaje es el mundo del poder puro y duro, de la ley del más fuerte, de los carteles de drogas y escuadrones de la muerte, de los dictadores y los hombres fuertes, de los ataques terroristas, de las guerras entre pandillas, de los odios tribales, de las matanzas y de las violaciones masivas.
El no tan salvaje es el mundo del poder puro y civilizado, de los gobiernos y los ejércitos, de las multinacionales y los bancos, de las compañía petroleras, del “impacto e intimidación”, de la “muerte que viene del cielo”, del genocidio y de las violaciones económicas masivas.
Y Chon sabe... que los dos mundos son lo mismo.
(p.157-158)


Si uno lo piensa fríamente, ¿no debería sentirme culpable por disfrutar de una obra de ficción que en realidad sólo hace que reflejar gran parte de realidad no ficticia? El entretenimiento es sólo un mero vehículo, hipnótico y extremadamente atrayente, para denunciar lo que sucede y seguirá sucediendo mientras la humanidad siga existiendo.

 

Savages, Don Winslow, 2010. Traducido por Alejandra Devoto y editado por booket/Planeta Madrid.

Lamentaciones de un prepucio, de Shalom Auslander: Dios en el horizonte

 

“Manhattan era un lugar frío, muerto y lleno de psicóticos: psicóticos vestidos con bolsas de basura que vivían en los carritos de la compra; psicóticos con trajes y corbatas elegantes que trabajaban veinte horas al día en empleos que despreciaban; psicóticos que se paseaban como si rodaran una película, posando y pavoneándose como si estuvieran rodeados de paparazzi y equipos de rodaje imaginarios. Prefería a los indigentes que reprendían a su madre imaginaria; al menos ese impulso lo entendía.  En lugar de ateísmo, encontré politeísmo; había más dioses de los que me había encontrado en Monsey, quizá no tan vengativos, aunque inspiraban una adoración no menor entre sus seguidores; los dioses superiores –moda, dinero, éxito, poder- y los dioses inferiores: coche, gimnasio, vivir en un buen barrio.” (1)

 Recién terminado Lamentaciones de un prepucio, debo reconocer que ha supuesto una lectura agradable, no en el sentido cándido del término, más bien en el que tiene que ver con las travesuras que todos tenemos metidas en nuestros cerebros, a modo de pensamientos que sólo a veces nos atrevemos a dar rienda suelta quitándoles el freno-de-autocensura. Se trata de una obra irreverente, que continuamente tiene a Dios en el papel; escrita de forma sencilla, sin grandes virtuosismos estilísticos o literarios, y en cambio repleta de ironía y un humor negro y ácido y cruel y despiadado, a veces autocompasivo, la mayoría no. Gracias al autor, conocemos el judaísmo desde dentro pero fuera, con sus ridículas tradiciones y normas y obligaciones y sacrificios, que desde luego, no parecen tener mucho sentido más allá de para quien tiene fe ciega en un Dios, y si se juzga desde una posición crítica, fría y aislada de fanatismos, convendríamos en, como el autor, decir que ese Dios es un Capullo. Por todas las atrocidades cometidas en forma de cohibiciones, asesinatos, enfermedades y demás jodiendas que se le atribuyen. La relación con Dios vista desde un prisma escéptico sólo puede aceptarse como dominación, por parte del que se encuentra en todas partes, y sumisión por el resto de la humanidad creyente. Aún suponiendo que existiera (que ya es mucho suponer...): ¿Cuál es el verdadero? ¿Qué religión sería la apropiada? En esta autobiografía novelada, se nos narran las vivencias, más bien la obsesión, del narrador con el Dios judío y por añadidura, la religión judía.

 Sin embargo, lo que creo que no debe pasar desapercibido es el grito de ira que desprende esta obra hacia su familia: por haber convertido al autor en un ser lleno de inseguridades, neurosis y culpabilidad; por no haberse sentido suficientemente querido; por haber puesto cerco a su vida imponiéndole una en la que no creía, en la que se sentía un ser totalmente alienado y extraño; por coartar su libertad de pensamiento y acción a través de unas normas y obligaciones que él sentía como ridículas, pero que sin embargo, hacían que le corroyese la conciencia cuando las incumplía. Vivencias que nos permiten hacernos pequeñas preguntas referentes a la religión y a la educación y a las imposiciones y acerca de un largo etcétera de cuestiones que marcarán nuestras vidas (la de los seres humanos) para siempre, una marca que jamás se borrará. Lo que sí tengo claro es que se tome la decisión que se tome en cualquiera de estas materias, los progenitores, como humanos que son, siempre se equivocarán a ojos del hijo; que creo lo más natural es que intente rebelarse contra la autoridad y vivir la vida por sí mismo. Y con esto me viene a la mente una cita a cargo del estrambótico y estrafalario personaje Will, de la magnífica novela La mejor parte de los hombres, escrita por Tristan Garcia, que dice así: “Nada de lo que hacemos puede servir de lección a los demás. Lo que hacemos sólo es bueno para nosotros mismos. Y es eso la experiencia, ¿vale? Y, al final, todo lo que hemos podido acumular desaparece, ¡plaf!, porque la diñas. Y eso es lo que no quieren reconocer esos tontos, por eso mienten. Tienen miedo. Se protegen (...) Te pasas la vida teniendo orgasmos, y al final todo desaparece. Lo recuerdas, y después revientas, tienes las células achicharradas, y todo se va a paseo contigo, los recuerdos, todo el placer. Se acabó. No sirve de nada hacer como  que las cosas funcionan de otro modo, que estamos acompañados, que nos amamos, que nos ayudamos, que somos solidarios y que nos protegemos. Cada uno va a la suya, coges lo que puedes, te aprovechas, revientas y se acabó” (2).

 El caso es que el protagonista, a través de estas páginas, destila ira, rencor e incluso odio hacia su familia. No quieren aceptarlo tal y cómo es (básicamente, no-judío, o en el mejor de los casos, judío no practicante), lo que le duele de forma considerable: prefieren vivir en lo que para él es una mentira (la religión... ¡cuántos cerebros es capaz de lavar!), sentirse avergonzados por su hijo, echarle en cara esa vergüenza que sienten, etc. a dar rienda suelta a los lazos de sangre que le unen con él, que en principio, tendrían que ser profusos en amor. Ésta es una herida que nunca sanará, y por eso esta pequeña venganza en forma de novela dónde Dios es el centro de sus reproches: el Dios en el que tan fervorosamente parece creer su familia. Pero el problema, por supuesto, no está sólo en la creencia  en sí misma en Dios, sino también (o sobre todo) en el mensaje y las restricciones que transmiten sus “representantes en la Tierra”, desde los tiempos antediluvianos. O el papel victimista que los judíos siempre asumen para justificarse.

 Sacrificarse en esta vida para encontrar recompensa en el más allá... esto lo he oído, me lo han dicho, muchas veces desde pequeño. Yo creo que es mejor dejarse guiar por una ética personal (aunque está claro que cada ser la tendrá de una forma y que no parecen correr buenos tiempos en este aspecto) y una moralidad (atea pero que intente el bien de la comunidad, de la mayoría) colectiva que se transforme en forma de leyes racionales y normas básicas de convivencia, etc., etc. Quizás la religión es tan necesaria para muchos porque es un clavo ardiendo al que se agarran para encontrar sentido a la vida, que creo convendremos todos en afirmar que es bastante esquizofrénica, y desde una perspectiva individual existencialista, difícil de comprender. De ahí la alienación de quien piensa acerca de su sentido y significado (¿realmente tiene alguno aparte de perpetuar la supervivencia de la especie?). De ahí la importancia de la religión para sentirse dentro de un amplio grupo, formando parte de una gran comunidad; el objetivo común, la fe en algo inmaterial, es lo que estrecha esos lazos imaginarios y les hace sentir reconfortados. Para terminar pienso que nada mejor que otra cita, en este caso de la ficción de Thomas Bernhard Helada: “Jamás pude bastarme a mí mismo, y hoy menos que nunca. Es sorprendente, ¿verdad? Los hombres creo yo, fingen sólo no estar solos, porque siempre están solos. Cuando se ve cómo son absorbidos por sus comunidades: ¿o bien son precisamente las uniones, las sociedades, las religiones, los Estados, pruebas de una soledad infinita?” (3).

 

(1) Foreskin´s Lament: A Memoir, Shalom Auslander, 2007. Traducido por Damià Alou y editado por Blackie Books.

(2) La meilleure part des hommes, Tristan Garcia, 2008. Traducido por Lluís Maria Todó y editado por Anagrama.

(3) Frost, Thomas Bernhard, 1964. Traducido por Miguel Sáenz y editado por Alianza.

El tren llegó puntual, de Heinrich Böll: relato antibélico

 (Escrito en 2013)

Böll es una apuesta firme y segura en mis gustos literarios: siempre puedo recurrir a él, rara vez me decepciona. Además de extraordinariamente talentoso, es lo suficientemente sombrío y versátil para ganarse al lector. Por si fuera poco, su literatura tiene un gran transfondo social, de denuncia.

En esta novela, diferenciaría tres partes: la primera, con frases cortas y sencillas, aparte de los desalentadores pensamientos del personaje principal, donde se transmite vacío, desesperanza, vacuidad; una segunda donde los recuerdos, las esperanzas, aunque también los miedos, ganan protagonismo; y la tercera, que cuenta de forma formidable una conversación con una ramera polaca.

Pronto. Pronto. Pronto. Pronto. ¿Cuándo llegaría aquel pronto? ¡Qué horrible noción! Lo mismo podía ocurrir dentro de un segundo que en el plazo de un año. La palabra "pronto" expresa una idea atroz que estrangula el futuro, lo empequeñece y acaba por sumirlo en una incertidumbre aniquiladora. "Pronto" puede significar poco y, a la vez, mucho. En realidad, lo abarca todo. Todo, incluso la muerte.

La guerra como tema de fondo: todos pierden. Lo único que engendra es odio y muerte. El personaje, que debe luchar por su país, cree que va a morir. No ve futuro, es incapaz de imaginarse dentro de diez años. La desesperanza y la certitud de una guerra que provoca millares de muertes le atenazan. Así que debe recurrir a recuerdos, idealizados, y hacer recapitulación de una vida que no ha disfrutado lo suficiente. Desearía huir, vivir con normalidad.

La desgracia se alberga en la propia vida, y el dolor es vida. Sería estupendo que una muchacha pensara en mí en algún lugar, y me llorase... La atraería hacia mí... y sus lágrimas nos acercarían, y no tendría que esperar mi regreso. Aunque parezca raro, ninguna de las muchachas que he besado debe acordarse de mí. O mejor dicho, quizá exista una que me recuerde. Por una décima de segundo nuestras miradas se cruzaron. O acaso fuera menos que una décima de segundo; pero nunca he podido olvidar aquellos ojos. Llevo tres años y medio pensando en ella, y nunca la podré olvidar. Una décima de segundo o tal vez menos. No sé siquiera cómo se llama; no sé nada.

El personaje, lo más cerca que ha sentido el amor, ha sido mediante un breve flechazo. Un flechazo que condensa sus pensamientos en uno solo, que le entristece por no haber llegado a más, pero que al mismo tiempo le infunde remotas esperanzas, dejando volar su imaginación, evocando sus sensaciones.

La acción transcurre en un tren, allá se va desarrollando todo ese monólogo interior; también hay una interacción con dos soldados que conoce. Soldados donde también se refleja la tristeza, la pesadumbre, el hastío, el malestar,... de una guerra que no quieren luchar.

Piensa que la vida es hermosa, o, mejor dicho, que era hermosa. "Doce horas antes de morir, debo reconocer que la vida es muy bella. Pero ya se ha hecho demasiado tarde. Soy un desagradecido por haber negado que exista alegría, y que la vida es bella". El miedo, la confusión y el arrepentimiento le hacen sonrojar. "He negado que pueda haber alegría en los seres humanos y que la vida sea bella. Mi existencia ha sido desgraciada. Y mi vida, un error; una equivocación. No he cesado de sufrir bajo el peso de este espantoso uniforme (...)"

El uniforme, como símbolo de guerra, y por tanto miseria, inmundicia, porquería, desazón, crueldad, barbarie. Nuevamente llegamos a la misma reflexión: en la guerra todos pierden.

Cuando llegan a Lemberg deben hacer transbordo. Ciudad que uno de ellos conoce como anillo al dedo. Se van a un burdel. El protagonista: triste, apesadumbrado, nostálgico, melancólico; sólo quiere escuchar música antes de morir. Conoce a una ramera que estudió música y ambos se sinceran.

"He amado a muchos soldados -cuenta Olina-, incluso a sabiendas de que eran alemanes y que debía odiarlos. Al entregarme a ellos me sentía totalmente desconectada de la noción de ese espantoso juego en el que todos tomamos parte y en el que yo participaba de manera bastante activa, enviando a la muerte a seres que me eran desconocidos por completo, ¿comprendes? Un cabo o un general me cuentan cualquier cosa, y yo lo comunico a otras personas; un mecanismo secreto se pone en movimiento, y en un lugar cualquiera algunas personas caen sólo porque yo he revelado algo de lo que otros me confiaron"

Esta escena entre la prostituta Olina y el personaje principal, es bellísima, idealizada pero llena de simbolismo. De un gran romanticismo, resulta muy poética.

Y llega el final, que te deja helado, con la piel de gallina, en estado de shock. No lo esperas.

 


Der Zug war pünktlich, 1949, Heinrich Böll. Editado por Destino y traducido por Julio F. Yáñez.

Los ingrávidos, de Valeria Luiselli

 (Escrito en 2013)

“Es muy fácil desaparecer. Muy fácil ponerse un abrigo rojo, apagar todas las luces, irse a otro lugar, no regresar a dormir a ningún lado. Nadie me esperaba en ninguna cama. Ahora sí.” (1)

 

Los ingrávidos de la mejicana Valeria Luiselli es una novela que me ha sorprendido de forma muy grata por su propuesta, la estructura y el lenguaje utilizado. Se lee con avidez y en un suspiro; de alguna forma la podríamos considera una novela experimental, o una serie de aforismos entrelazados para formar un entramado novelístico. Pero no aforismos puros y duros, porque existen personajes, o quizá mejor sería afirmar que existen entes fantasmales, varias voces que a mí me da la sensación que en realidad son sólo una: la misma en distintas circunstancias, en distintos cuerpos, en distintas épocas. Siempre en primera persona, entablado a modo de juego tipo puzzle, explora y divierte, asimismo gotea reflexiones acerca de la vida, de la cotidianidad de la vida, con especial prestancia hacia los pequeños excéntricos detalles. Pese a la propuesta está escrita de forma sencilla, con frases cortas en cierta manera evocativas; unido al especial atractivo del uso de un español del continente americano, que a juicio de un español penínsular, recubre la obra de una elegancia y un atractivo esencial. Es minuciosa en el empleo de las palabras, no peca de un exceso de verborrea tan característico en quiénes quieren mostrar toda su sapiencia en una obra primeriza. Demuestra que menos es más, porque transmite el agobio de una vida que no se ha desarrollado como se esperaba de chiquita, y a su vez, la calmosa resignación y aceptación de esta misma vida. Porque pese a que podemos vislumbrar destellos de tipo existencialista, no existe desesperación, sino una proba mirada de lo que significa ser humano: sin dramatizar, y en cambio de forma diáfana, con claridad. Como si el narrador que se desdobla en diversos narradores-personajes (como he mencionado con anterioridad, para mí todas las voces pertenecen al mismo) estuviera muerto y tan sólo hiciera un sosegado (con ciertos puntos críticos) repaso de momentos de su vida. También creo que merece la pena mencionar, pese a que es una obra de ficción, cómo experimenta la autora con el límite novelístico de no ficción-ficción, ya que al comienzo podemos pensar que es una especie de relato autobiográfico de la narradora, y conforme avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que en realidad no sabemos quién es el o la protagonista real, en caso de ser diferentes.

 

“Mi marido se fue a Filadelfia. Supongo que era lo natural. Primero, el mutuo acoso. Perseguir al otro y dejarse perseguir hasta que nadie tenga un centímetro de aire. Gestar un odio infinito por el otro. No tanto el tedio (eso hubiera sido seguir veinte años a su lado y terminar durmiendo en otra cama). No tanto el desprecio (el tamaño insuficiente de sus manos, la temperatura inofensiva de su cuerpo dormido, el sabor de su sexo). Sino el odio. Romper al otro, quebrarlo emocionalmente una y otra vez. Dejarse romper. Escribir esto es vulgar. Pero la realidad lo es aún más. Después, las acusaciones de orden moral. La lista de defectos del acusado, siempre acompañada de la lista tácita de virtudes del acusador. Sube la temperatura de las discusiones, empieza el histrionismo casi cómico del drama. Caras, caretas. Uno grita; la otra llora; y después, cambiar de careta. Así una, dos, tres o seis horas, hasta que por fin se cae el mundo: el día de mañana, este domingo, el próximo miércoles, la Navidad. Pero al final, una extraña paz, recogida de quién sabe qué entraña podrida. Hubo un solo gesto que me rompió – que me terminó de romper-. Su grito de júbilo después de cerrar la puerta de casa: ¡Filadelfia!” (1)

 

(1) Los ingrávidos, Valeria Luiselli, 2011. Editado por Sexto Piso. La escritora tiene propio twitter: https://twitter.com/ValeriaLuiselli